21 febrero 2013

El Gran Mal.





Hoy este artículo se escribe a modo de experiencia.

Ayer en el trabajo comunicaron a una compañera que tenía que personarse en la sede central de su empresa a fin de mantener una ligera conversación con sus jefes le anunciaron estos. La conversación ya sabíamos cual era: la del despido o la de la pérdida de toda su antigüedad por un nuevo contrato (bajo la nueva ley) de unos meses en prueba y luego Dios dirá. Ante el ataque de ansiedad que sufrió fue enviada a casa para que pudiera afrontar su futuro, hoy, con más tranquilidad.

Mientras el resto de compañeras la veíamos marchar con lágrimas en los ojos y nos planteábamos nuestro ya más que evidente futuro, las conversaciones no se hicieron esperar.

Una compañera mayor, que se harto de correr ante los grises me decía que no entendía como en tan poco tiempo se habían perdido tantas cosas por las que ella y tantos otros lucharon. Todo se había desvanecido a la primera de cambio. “Márchate” me dijo, “aquí ya no hay nada”.

Hablamos y hablamos, y yo le conté que era nieta de emigrantes por ambos bandos: mi abuelo paterno pasó media vida en Alemania trabajando y viajando a España constantemente para ver a su mujer y a sus hijos que se quedaron aquí. Por parte materna, mis abuelos fueron unos de esos miles de españoles que cruzaron los Pirineos a pie para escapar de un futuro inexistente. Y luego volvieron, cuando se jubilaron en este último caso.

La cuestión que yo me planteo seriamente es, si nosotros nos marchamos, ¿algún día volveremos? 
Levantaremos este país mandando dinero como tantos emigrantes hacen, ayudando a nuestras familias en lo que podemos llegado el caso y nos plantearemos volver o ansiaremos para siempre el recuerdo de el sitio que nos vio nacer y que consideramos en cierta manera nuestro.

Como nieta de emigrantes e hija de una francesa que eligió por pura cabezonería y un anhelo creado a fuerza de suspiros de mis abuelos, ser española, atisbo como la actualidad a destrozado el sueño de tantas personas como mi madre que soñaban con criar a sus hijos en lo que ella consideraba su tierra y que dejo tantas cosas en el camino para poder volver, entre ellas una carrera que nunca pudo convalidar en este, su país, porque los títulos en aquella época misteriosamente desaparecían.

Me pregunto si ha valido la pena, mientras mi padre suspira, con un hijo en paro y otra en camino, y se pregunta porque no se marcho en su momento a Francia con mi madre. “Estaba demasiado enamorado de Almería” dice. Y mientras fuma se plantea como tantos otros que es lo que ha hecho mal, porque no fue suficiente trabajar hasta el hartazgo para dar a sus hijos una educación que se suponía que era lo único que hacía falta para darles el futuro que él nunca tuvo.

Y yo me pregunto, otra vez, ¿Qué es lo que le debo a este país?

Y la respuesta hoy es, nada.


Silvia Piquer.

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